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A veces pienso que estudiar jazz debería ser parte de cualquier sistema de educación musical occidental. Me permito esta afirmación porque estoy tan agradecida de las herramientas que recibí que me gustaría que todos los estudiantes de música pudieran acceder a ellas.
Teniendo en cuenta varios aspectos teóricos – como lo armónico, lo melódico, las texturas, la verticalidad, los planos, el estudio de ciertas métricas irregulares – uno puede aprender conocimientos que, aún si uno no es un fanático del jazz, bien pueden ser aplicados a otros géneros musicales. Y considerando otros aspectos, como el estudio profundo y, a la vez, la libertad que otorga; la pérdida de miedo al error y el valor de la improvisación, se puede aprender una actitud hacia la música que hace que cada día uno se sienta más a gusto de poder expresarse como persona a través de ella. Uno aprende a reaccionar a aquello que los demás están tocando y crear en base a eso. El músico aprende a escuchar, a ser empático con el otro.
Lo que el jazz enseña es a ver la música desde un punto de vista nuevo; con libertad, disfrute y compañerismo, dejando de lado los miedos, los egos y el sufrimiento. Obliga a estudiar cada vez más, para poder comunicar mejor qué queremos expresar.
En el caso particular de los standards, la idea es volver a decir algo que se dijo ya mil veces, pero de una manera nueva. Y no en relación a lo que otros quisieron decir, sino nueva en comparación a lo que uno mismo quiso decir en interpretaciones anteriores. Es interpretar desde los sentimientos que tenemos en ese preciso instante; y también eso depende de cómo se sienten los músicos con quienes estamos tocando en ese momento. Todo músico puede llegar a tener una noche triste y empezar a interpretar desde ahí, ¿pero qué ocurre si el resto de los músicos le ponen una nota de groove a la obra o interpretan desde un lugar feliz? La palabra en este caso es negociación.
En cuanto a las composiciones propias, el jazz es tan rico que hay innumerables herramientas a la hora de sentarse a componer, y todas requieren de mucho estudio a consciencia, pero al que le interese conocerlas puede recurrir a cualquier profesor que sepa del estilo en busca de esa información técnica.
Es cuestión de estar dispuesto a estudiar, a escuchar realmente lo que está sonando y reaccionar ante eso; a soltarse –confiando en que uno tiene las herramientas para comunicarse- y a fluir con la música. Es decir, aprendemos no sólo a escuchar la melodía principal o la secuencia de acordes, sino también a pensar vertical y horizontalmente a la vez, a crear en base a lo que el tema nos dice sumado a lo que los demás están diciendo. Aprendemos a ser empáticos. Y abrirnos.
Vale la pena el intento.

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